Ser jesuita

Vaya de entrada que ser jesuita no es ningún honor, de esos por los que muchos se matan. San Ignacio llama a eso “vano honor del mundo” y lo considera una trampa.
Ser jesuita tampoco es una promoción o una carrera para medrar sobre otros. San Ignacio afirma, convencido por propia experiencia, “que aquella vida es más feliz que más se aparta de todo contagio de avaricia”.
Ser jesuita no es ser más listo o más influyente o autosuficiente. Para Ignacio de Loyola todo en el hombre - menos su pecado- es regalo gratuito, “amor que desciende de arriba”.
Ser jesuita es peregrinar cada día, y todos los días, “un camino hacia Dios”. Un camino que no eliges, sino para el que eres elegido. No sin ti, naturalmente. Pero en el que un día te encuentras alcanzado por Quien lo ha desbrozado antes que tú y por ti. Más aún, por quien es Él mismo “el Camino”. Al peregrino ignaciano de Loyola lo definieron los que le conocieron como “aquel hombre que era loco por Nuestro Señor Jesucristo”.
Ser jesuita es, sencillamente, ser cristiano hasta “ser tenido y estimado por loco” por los bienpensantes al uso. Y porque Jesucristo se ha convertido, como a S. Pablo, en “razón de mi vida” (Flp 1, 21). Un Cristo, eso sí, enviado a cada ser humano, compromiso de Dios con cada persona. Un Cristo impensable si no es como servidor del hombre y muriendo por él.
Un Cristo al que es imposible decir que se le sigue, si no nos sangra el corazón a chorro ante cada miseria humana. Gracias a Dios, la Compañía de Jesús, en algunos de sus hombres, sigue sangrando de esa herida. Si no te interesa ese Cristo, no sigas adelante.


Si te interesa, ¡adelante!, ¡Pasa! Ven y ve.

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